Los cuadernos de Ludwig van
Cuando Ludwig Nohl encuentra el manuscrito de la famosísima música “Para Elisa” ya habían pasado 40 años de la muerte de Ludwig van, el célebre, el genio, el único. Algunos especularon que Nohl había encontrado además los cuadernos de notas, aquellos donde Ludwig van menciona a una misteriosa inspiración “más poderosa que mis maestros”, que alguna vez fueron oblicuamente nombrados por los estudiosos de la obra del compositor, los que en vida del genio habían reconocido el valor trascendental de cada uno de sus manuscritos. No fue así.
Tendrían que pasar 150 años más hasta que en una tarde brumosa de febrero un inmigrante de Europa del Este haciendo trabajos en un viejo edificio en las afueras de Viena encontrara unos cuadernos empolvados dentro de una caja de madera.
El inmigrante tenía la orden de limpiar el subsuelo del edificio poniendo todo lo que allí había en un contenedor que estaba en la calle. El trabajo lo hacía con su hijo. El hombre cargaba los escombros y objetos viejos en una carretilla y su hijo los llevaba hasta el contenedor.
Se pasaron el día entero sacando cosas. Ya casi entrada la noche, en el último mueble insertado en la pared de la esquina del sótano el hombre encuentra una pila de libros viejos, unos papeles y plumas junto a una pequeña caja de madera en cuyo interior dormían dos cuadernos forrados en un cuero enmohecido. Llevado por esa doble intuición humana y animal que olfatea inconscientemente lo valioso, el hombre, sin pensar, dejó a un costado los dos cuadernos y tiró la caja carcomida en la carretilla. Al terminar el trabajo esa misma noche, padre e hijo llegaron a su casa en el pueblo aledaño, dejaron los cuadernos sobre la mesa, cenaron algo liviano y se desplomaron en sus camas.
Unos días después los cuadernos fueron vendidos por unos pocos euros a un librero del pueblo a quien los gestos nerviosos y veloces de la escritura le recordaba a algo que no podía articular en palabras. Esos cuadernos durmieron en una oscuridad más plácida que en los últimos 190 años, en un mueble sin humedad, sin polvo, junto a libros valiosos que esperaban la oportunidad de ser vendidos por mucho dinero.
Pasaron dos años 3 meses y 24 días hasta que en la tarde de un viernes de junio el hijo del librero -pianista aficionado- enviado por su padre, abre el mueble donde están todos los libros antiguos. Al abrir la puerta cae al piso uno de los cuadernos que se abre revelando un par de páginas. Inmediatamente el joven pianista reconoce la escritura. Esa caligrafía él la ha visto en partituras manuscritas de un compositor famoso pero no podía identificar con precisión a su autor. Recoge los libros que le encargó su padre, guarda en su mochila los dos cuadernos cubiertos en el cuero enmohecido y regresa a su casa.
Ya en su casa, en la tinta de esa noche de comienzo de verano, el joven músico se dispone a abrir los cuadernos y a leerlos en detalle. La frustración es grande al comprobar que la lectura se hace casi imposible pero pronto se da cuenta que la caligrafía coincide a la perfección con unos manuscritos famosos del célebre, el genio, el único, Ludwig van Beethoven, que el joven tiene encuadrado en un rincón de su dormitorio.
A la noche siguiente, mientras su padre duerme, bien acomodado frente a una mesa y una lámpara, bajo un río de estrellas, en la pequeña terraza que es solamente suya desde que su hermano se fuera a estudiar a otro país, el joven pianista intenta una vez más leer los cuadernos pero esta vez con mejor luz y con una gran lupa que amplifica la imagen de las hojas. Aún así, solamente puede entender algunas palabras. La escritura es abigarrada, las palabras incompletas y las hojas del papel -como si fueran imágenes de la superficie de la Luna- contienen cráteres de humedad de las que aún emergen difusas las palabras. Muchas hojas al separarse se desintegran en un polvo fino liberando el moho que despierta, para confundirse al fin con la Vía Láctea, en el fondo de la noche espesa y en el reflejo inmediato de la lámpara. Cada hoja desintegrada en la noche es un misterio que en ese instante se hace eterno.
Al levantar la vista, el joven pianista casi toca la madrugada con sus ojos . Sin darse cuenta y sin levantar la vista, había pasado 6 horas separando y mirando hojas pegadas por el tiempo. En su propio cuaderno de notas sin embargo, apenas duermen escritas unas líneas incompletas. En vez de transcribir palabra por palabra el joven decide tomar notas generales de lo que va descifrando. Desconsolado pero entusiasmado a la vez, baja a su cuarto a dormir. Antes de acostarse, con el cielo violeta que anticipa la mañana, traza con tinta roja en la tapa de su cuaderno de notas, nervioso y veloz -como imitando al célebre, al genio, al único: “Los cuadernos de Ludwig van”. Todo el resto del verano la única obsesión del joven pianista será estar solo para revelar este misterio.
De los mensajes que enviaba a su hermano mellizo que estudiaba cine en la Universidad de Nueva York, mezclaba las síntesis de las palabras de Ludwig van junto a sus propios comentarios. El hermano del joven pianista -con quien yo trabajaba ese verano en un proyecto- me leía, divertido y despreocupado, en las pausas de la filmación, algunas partes de los textos que le enviaba su hermano pianista, sin discriminar entre lo que decía Beethoven y los comentarios de su hermano.
No tuve la precaución de atender en detalle cada uno de esos momentos en que mi amigo me leía los mensajes de su hermano, los avances de su descubrimiento y los detalles notables que iba revelando. No le había dado la importancia que realmente tenía. Después de todo era un documento histórico que me había sido parcialmente revelado por el simple y complejo azar.
Un día mi amigo dejó de compartir los textos de su hermano. A las tres semanas, cuando le pregunté al respecto, me dijo que todo había sido una farsa, un invento y que mejor sería olvidar todo eso. Sin embargo yo creo que otro fue el motivo. Posiblemente al descubrir su padre que el hijo había tomado posesión de los cuadernos y los estaba descifrando y dañándolos, habría inmediatamente obligado al hijo a interrumpir su tarea. Quizás al saber que esos cuadernos eran del célebre, el genio, el único, Ludwig van, el padre habría decidido venderlos por una enorme suma de dinero. Quizás en el acuerdo de venta pudo haber una cláusula de privacidad y secreto que la familia del librero tendría que cumplir bajo condiciones estrictas. Quizás por eso mi amigo nunca más mencionó el tema.
Desde entonces no hubo día que no haya pensado en esos cuadernos y en las astillas de recuerdos que a veces venían a mí en medio de cualquier situación. Es por eso que me dispuse a anotar esos fragmentos difusos, quizás aderezados con mis propios comentarios, antes que desaparezcan completamente de mi memoria.
Los cuadernos tenían en la parte inferior de la tapa de cuero dos iniciales pequeñas: BS. Ambos cuadernos, de unos 20 folios cada uno, hablaban solamente de una mujer. La mujer, su vecina, Brunhilde Schlegel, 24 años mayor que el joven Ludwig van. Brunhilde había sido amante de Mozart a quién había dejado por una mujer.
Ludwig van conoció a Brunhilde a través de Mozart en su primer visita a Viena. Luego de tocar el piano para el Gran Amadeus -a quién impresionó con su destreza y expresividad- éste le confiesa al joven, un poco en chiste un poco en serio, que sus mejores melodías las había orejeado de los silbidos y tarareos de Brunhilde.
A la muerte de Mozart -que coincide más o menos con la muerte de su propio padre- Ludwig van se muda a Viena a estudiar con Joseph Haydn a quien había conocido brevemente en Bonn. Muy pronto el joven Ludwig van se siente decepcionado con las esporádicas lecciones de Haydn que, en la plenitud de su carrera no tiene tiempo de darle clases regulares y quizás -piensa o sugiere el joven genio- no tenga nada que enseñarle. Muy frustrado con esto Ludwig van en un momento recuerda aquel encuentro con Mozart unos 5 años antes y el comentario sobre los tarareos de Brunhilde.
Beethoven deja de ver a Haydn y busca desesperadamente en Viena a Brunhilde hasta que la encuentra. Brunhilde, una feminista de la primera hora, dedica su vida a defender a las mujeres pobres que llegan a la gran ciudad desde los pueblos cercanos. Expulsada de una familia aristocrática por su promiscuidad y por su inclinación al amor pasional con otras mujeres, Brunhilde vive digna y precariamente en un barrio pobre de la ciudad. Ludwig van, que vivía por ese entonces en una hermosa casa en el centro de Viena, convence a Brunhilde que la visite los fines de semana.
En estas visitas -que con el tiempo y la confianza se fueron haciendo cada vez más largas- el joven Beethoven atento a los momentos de distracción de Brunhilde estaba siempre cerca de ella con una pluma y papel pentagramado en sus manos.
Los tarareos y silbidos de Bruhilde eran esporádicos y no los repetía. Tarareaba movimientos enteros de una sonata para piano -por ejemplo- y luego callaba por horas, entrando en un ensimismamiento casi místico.
Beethoven, que tenía una memoria musical prodigiosa comparable a la del ya difunto Amadeus, copiaba primero la melodía de comienzo a fin y luego completaba las texturas armónicas que Brunhilde sugería no con sonidos sino con rápidos movimientos de las dos manos como si estuviera tocando un pianoforte. Esa es una de las razones de los confusos y veloces trazos de los manuscritos de Beethoven.
El joven Ludwig van era memorioso pero lejos estaba de ser Funes. De vez en cuando tenía sus lagunas mentales y no podía recordar exactamente un giro melódico o un cambio armónico inesperado. Con la velocidad de un perro de caza tachaba el compás que no recordaba exactamente y volvía al flujo ágil de la música.
(Esos momentos eran traumáticos para el joven Beethoven que debido a eso fue de- sarrollando con el tiempo una personalidad un tanto agresiva, efervescente y explosiva. ) Nota del joven pianista.*
*Recuerdo muy claramente esta nota. Recuerdo la tarde que mi amigo me la leyó. Fue una especulación de su hermano. A partir de eso nosotros mismos comenzamos a especular sobre el asunto. Teníamos opiniones diferentes sobre el desarrollo de la personalidad. Para mi amigo, la personalidad era un barro que se iba moldeando de acuerdo a las circunstancias de vida. Para mí, era un sello invisible que simplemente se iba manifestando más claramente con el tiempo.
Brunhilde tenía un código sutil y complejo como contrapunto a la melodía que tarareaba o silbaba. El joven Ludvig van fue entendiendo de a poco ese código. Era muy importante verla a Brunhilde en sus arrebatos de inspiración porque todo su cuerpo era Signo de lo que ocurría en la música. Las manos y la actitud de su cuerpo determinaban con claridad si la obra era para piano, para grupo de cámara, para orquesta, para cuarteto de cuerdas o para coro.
Las obras para piano eran las más fáciles de detectar porque Brunhilde se quedaba parada firme en un lugar con las manos horizontales sobre un imaginario pianoforte. Cerraba los ojos y desde esa posición flexionaba un poco las piernas hacia abajo como si se sentara en una butaca alta y comenzaba a silbar o tararear. Sus manos acompañaban con precisión no sólo la melodía sino también cada contrapunto, cada acorde, cada cambio de registro.
Las dinámicas también tenían un código gestual paralelo. Cuando la música sugería un pianissimo su cuerpo se estiraba levemente hacia atrás y su cabeza parecía caer hacia el costado izquierdo o el derecho, como si el sonido se alejara. Cuando la dinámica cambiaba a un forte o fortissimo todo su cuerpo se contraía impulsado hacia adelante estableciendo una posición no muy diferente a la de una bestia que parada sobre su presa la devora con pasión.
Las armonías y sus gradaciones las expresaba con gestos del rostro. Cuando la melodía llevaba implícitamente una armonía directa y sin alteraciones el rostro de Brunhilde proyectaba una serenidad objetiva. Cuando la melodía inocente era oscurecida por un acorde extraño el rostro de Brunhilde, sutil, se estiraba como una máscara de goma. Los acordes disminuidos, por ejemplo, los expresaba con un estiramiento forzado de la boca muy cerrada hacia su derecha y levemente hacia abajo. Cuando el acorde disminuido resolvía en otro el gesto estirado, cedía automáticamente a una posición más natural. Cuando el acorde disminuido no resolvía sino que se conectaba con otro acorde inestable el estiramiento de la boca cambiaba con una plasticidad notable a otra posición accionando otros músculos del rostro.
Las modulaciones ponían en acción los ojos que permanecían cerrados cuando las progresiones armónicas no salían demasiado de un centro tonal. Cuando insinuaba un proceso modulatorio, Brunhilde hacía temblar casi imperceptiblemente los párpados a alta velocidad. Cuando iniciaba la modulación sus ojos se abrían poco a poco. A medida que la progresión de acordes iba entrando a una nueva zona armónica sus ojos-ya muy abiertos- comenzaban a girar hacia arriba, hacia abajo, hacia los costados, caóticamente, como buscando una salida en el exterior. Mientras tanto la melodía continuaba en su silbido o tarareo. Cuando la música llegaba al nuevo centro tonal los ojos se volvían a cerrar.
Las obras para orquesta también eran fáciles de detectar. Brunhilde, parada firme y en perfecto equilibrio de todo su cuerpo alzaba sus brazos hasta cierta altura donde quedaba por unos segundos inmovilizada como quien sostiene una espada horizontal con la punta de los dedos índice y pulgar de ambas manos. En ese momento Ludwig van sabía que Brunhilde estaba lista para sacar a luz una nueva sinfonía. Podía quedarse en esa posición unos cuantos minutos antes de comenzar. Como si la obra para orquesta sinfónica requiriera de una concentración extrema. Los gestos de los brazos y las manos junto al tarareo -las obras sinfónicas nunca las silbaba- moldeaban por así decir, la música.
El código de dinámicas utilizado para las obras de teclado cambiaba en las obras sinfónicas. Era muy fácil para el joven Ludwig van entender la gradación exacta de las dinámicas que se manifestaban en la intensidad de los movimientos de los brazos y las manos.
Los timbres orquestales también eran claros. Brunhilde giraba su cabeza hacia la izquierda agachándola levemente y Ludwing van sabía que se estaba dirigiendo a los primeros y segundos violines. Si la cabeza giraba hacia la izquierda pero se elevaba un poco eran las maderas, flautas y clarinetes los que cantaban. El oboe tenía un gesto muy específico en el rostro de Brunhilde, miraba al centro, inclinaba levemente la cabeza hacia atrás y apretaba los labios como dando un beso mientras su cuerpo se elevaba hasta quedar en punta de pie.
Los contrapuntos de timbres orquestales los manejaba con precisión accionando los brazos y señalando las voces que entraban y salían. En las partes de metales, por ejemplo, si eran suaves, la mano derecha de Brunhilde lo marcaba claramente extendiéndola desde el centro hacia afuera, horizontalmente pero con una leve curva descendente y ascendente, como si, lenta, acariciara el lomo de un caballo. Por el contrario, si los metales tenían partes en fortísimos sus dos manos se cerraban y los puños vibraban en un temblequeo veloz, preciso y energético. En ese momento su nariz y sus ojos cerrados se juntaban en una punto imaginario cuyo centro era el espacio entre las cejas.
A lo largo de los primeros años de la vida creativa del joven Ludwig van la influencia de Brunhilde fue sin duda importantísima. Ludwig van componía su propia obra paralelamente a la transcripción de los arrebatos de Brunhilde. Solamente él sabía qué obras eran suyas y qué obras nacieron de los tarareos de ella.
En la mitad del segundo cuaderno hay una fecha con las iniciales de Brunhilde y una pequeña cruz. Es posible que en ese día haya fallecido. El manuscrito indica:
17/9/18_9 BS †
El tercer número del año está borrado por una mancha de humedad que atraviesa la hoja. Ludwig van muere el 26 de Marzo de 1827. La fecha del fallecimiento de Brunhilde pudo haber sido el 17 de Septiembre de 1809 o el 17 de Septiembre de 1819. Si esto último hubiera sido el caso, podríamos especular que la obra del célebre, el genio, el único, fue acompañada durante toda su carrera por los arrebatos de Brunhilde con lo cual nunca sabremos exactamente qué obras fueron compuestas por él y qué obras habrán sido el fruto de la transcripción, del orejeo, del plagio…
Una última especulación me lleva a pensar de otro modo:
¿Pudo acaso Brunhilde haber sido solamente una aparición en la imaginación del compositor? ¿Una musa que él creía ver y escuchar pero que en realidad no existió?
¿Pudo el joven Ludwig van -una vez fallecidos Mozart y su padre, y decepcionado por la falta de apoyo o confianza del viejo Haydn- haber recurrido a ese chiste de Amadeus para fabricar una inspiración necesaria en sus primeros años de efervescencia creativa?
¿No será Brunhilde simplemente esa voz interior que emerge sin aviso y a la que hay que andarle detrás con pluma y papel…?
MT 2019